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Al alejarnos, otra gran extensión se abre a nuestro frente: el Valle de las Damas del Desierto, también llamado Desierto de Dalí, extrañas formaciones de piedra que el viento ha dejado como gigantescas estatuas en la pampa desértica. Y casi ya como un exceso, al dejar este valle desértico, llegamos a la Laguna Verde, al pié del Volcán Licancabur, en la frontera con Chile, una de las perlas de la Reserva.
Iniciamos el camino de retorno para visitar el principal atractivo de la Reserva: la Laguna Colorada (4.278 mts.). Es un centro fundamental de anidación de las tres especies de flamencos. Las algas activadas por la radiación solar y el viento dan color rosa tanto a la laguna como a las patas y parte del plumaje de estas exóticas aves. De nuevo un paisaje inenarrable.
Terminamos la jornada visitando el Árbol de Piedra, en pleno Desierto del Siloli, emplazado en una lejanía y soledad sobrecogedoras. De vuelta en el Hotel del Desierto, nos espera un buen whisky al calor de la chimenea y una reparadora cena.
Tras resolver algunos problemillas derivados del mal de altura, la mañana siguiente continuamos viaje, rumbo norte, hacia las Lagunas Carchi, Chiarkota, Hedionda y Cañapa, en las que gran cantidad de flamencos, de las tres especies existentes en la zona, se dejan ver y fotografiarse a placer. Otras aves, como gaviotas andinas y patos acompañan a los flamencos en estas lagunas flanqueadas por volcanes, alguno nevado, que al descender presentan un faldón verde (paja brava, yareta y thola) para terminar en los colores ocres que los vientos han ido dibujando en milenios, o en los raros colores provenientes del bórax y azufre de estas curiosas lagunas. Continuamos hacia el Mirador del Ollagüe observando su fumarola que testimonia su carácter de volcán activo y le otorga gran belleza a su pico de 5.865 msnm..
Seguimos viaje hasta llegar a San Pedro de Quemez. El Hotel de Piedra, de la cadena Tayka como el precedente, domina el pueblo. De características similares al anterior, su amable director, D. Antonio, nos espera en la puerta. Nos sobra el tiempo así que nos vamos caminando por los entornos del hotel: los corrales con llamas y el Pueblo Quemado, con sus levantamientos de piedra que han inspirado la construcción del hotel. Fue quemado en la Guerra con Chile, en 1879, se trata de una página desconocida por la historia oficial.
Por la mañana nos acercamos al Pueblo Refugio, lugar donde la gente huyó del Pueblo Quemado. Está realmente bien camuflado y no lo ves hasta que estás prácticamente en él. Dejando atrás ese pedazo de la historia y sus vestigios, nos dirigimos hacia Cueva Galaxia, un santuario de cactus y estromatolitos petrificados y un cementerio de chullpas (enterramientos ancestrales). La cueva presenta una extraña formación geológica subacuática, de las épocas del Lago Michín (300 mil años atrás) y del Lago Tauca (40 mil años).
Por fin ingresamos en el gran manto de Sal por la bahía de Mala Mala, en dirección a la Isla Incahuasi, en el centro mismo del Salar, de roca volcánica y cactus gigantes (de hasta 9 mts. de altura y 900 años de vida) y una cima que al alcanzarla se convierte en extraordinario mirador de la llanura blanca de sal. La experiencia de conducción por el salar es sencillamente inolvidable. Da la sensación de que nos encontremos en el Polo Norte, sin embargo el piso es firme lo que lo convierte en una macro-autopista sin arcenes. La luminosidad es brutal, son imprescindibles las gafas de máxima protección, y el cielo más azul que nunca. Aquí, como en el mar, cuando quieres ir a algún sitio vas en línea recta, el rumbo y el track es lo mismo.
Disfrutamos de una magnífica comida al aire libre en la Isla Incahuasi bajo un sol espléndido y continuamos ruta en dirección al Volcán Thunupa que domina el paisaje, en cuyas faldas visitamos las Momias de Coquesa, donde además de conocer una muestra de los enterramientos pre-incaicos gozamos de un mirador excepcional del Salar. Acto seguido, nos dirigimos a Tahua a tiempo de disfrutar de la puesta de sol desde la terraza del Hotel de Sal, nuestro último hotel de la cadena Tayka construido enteramente con bloques de sal siendo la carpintería de madera de cactus. Como sus precedentes, está perfectamente integrado en el entorno.
Un nuevo día para disfrutar de los entornos del salar. Tomamos rumbo norte por la pista que atraviesa la lengua de tierra comprendida entre el Salar de Uyuni y el de Coipasa. De hecho podrían ser un mismo mar de sal si no hubiera emergido el soberbio volcán Thunupa. Nos dirigimos al Salar de Coipasa, la pista es lenta. Atravesamos la población de Llica, la principal de la zona, continuamos y antes de llegar a Tres Cruces nos topamos con un control policial en busca de narcotraficantes. Hacemos cara de buenos chicos así que nos dejan pasar. Cuando menos lo esperábamos comienzan a aparecer una serie de dunas en los costados de la pista. Son bajas y llenas de matorrales por lo que no son practicables. Llegamos a Tres Cruces, un pueblecito de aire mejicano semienterrado en la arena. Nos acercamos a ver la iglesia y el Mitsu se queda enganchado, no le funciona la tracción integral, hemos de salir con ayuda de los demás. Finalmente llegamos al Salar de Coipasa pero, habiendo visto antes el de Uyuni, ya no nos impresiona tanto aunque sus costas son realmente bellas. Paramos a comer en una de sus playas, entre cactus y rocas y volvemos por donde hemos venido. Tenemos intención de acercarnos a las cuevas de Cacoma pero, nuestro nuevo guía “Rambo”, irónico siendo un chavalín que no llega al metro y medio, anda un poco verde todavía. En fin, las cuevas están cerradas, la pista desaparecida de repente y queremos llegar a tiempo de ver la puesta de sol en medio del salar por lo que enfilamos directamente por el Salar Sensual, escasamente visitado por el turismo al encontrarse a “trasmano”, pero de gran belleza. Se trata de la zona más bella del Salar en virtud a la bahía e islas que aquí presentan una combinación de formas y colores de una sensualidad abrazadora. Llegamos al hotel justitos de tiempo para reagruparnos y salir en dirección al centro del salar. El objetivo es alcanzar una zona en donde no haya más horizonte que la llanura salina para poder observar el ocaso en todo su esplendor. Los guías nos recomiendan no ir ya que de noche el salar presenta ciertos peligros, perderse por la pérdida de referencias, meter las ruedas en alguno de los numerosos agujeros existentes o hundir el coche en zonas donde la costra salina es fina, debajo hay agua o salitre. Pero, qué caramba, no somos unos turistas cualquiera, ya tenemos una dilatada experiencia en navegación por el desierto así que corremos como alma que lleva el diablo y, tras unos 30 o 40 km. de salar, nos apostamos a la espera del espectáculo solar. El desfile de colores resulta más impresionante de espaldas al sol donde los reflejos sobre la sal despliegan un mayor espectro de matices. Volvemos raudos al hotel, el frío se vuelve glacial una vez desaparecidos los rayos solares. Cena y folklore andino en nuestra última noche salada.
El día de la despedida del gran desierto de sal. Lo hacemos atravesándolo en diagonal hacia el sureste, hasta encontrarnos con los Ojos de Agua, los Montículos de Sal y el antiguo Hotel de Sal ahora convertido en un museo. Hemos hecho 100 km. en un plis plas. En el exterior del museo se acaban de instalar unos cuantos lugareños. Han descargado una llama viva y la están cubriendo de hojas de coca. Van a celebrar una ofrenda a la Pachamama (madre tierra) esparciendo la sangre del animal que posteriormente se zamparán. Una especie de matanza pero en plan místico.
Regresamos a Uyuni, capital de la zona (12.000 habitantes aprox), visitamos su animado mercadillo y comemos en un bonito restaurante. Después del almuerzo nos dirigimos a la ciudad de Potosí, por una ruta lastrada de mayor tráfico pero de grandes cambios en el paisaje, por las sucesivas ascensiones a cadenas de montañas imponentes y descensos a valles donde pastorean las llamas y discurren en libertad las vicuñas. En ella se encuentran dos emplazamientos mineros importantes. Uno, Pulacayo, de gran valor histórico pues desde allá hasta Uyuni se construyó el primer ferrocarril de Bolivia, en el siglo XIX, y donde además se escribió la Tesis de Pulacayo, declaración del siglo XX de los mineros de Bolivia inspirada en las ideas de León Trotsky. Llegamos a Potosí, ciudad legada por la colonia española que dejó muestras impresionantes, tanto de edificios civiles y religiosos como de la actividad minera. Está dominada por el Cerro Rico que actualmente está agujereado como un queso de gruyere y que, en su día, fue la fuente de financiación del imperio español por su riqueza argentífera. Situada a más de 4.000 mts., creo que la ciudad más elevada del planeta, tiene un sabor marcadamente familiar.
Al día siguiente, después de una brevísima visita de la ciudad salimos para un recorrido por la cadena andina occidental, por una ruta asfaltada, con miradores ocasionales hacia enormes extensiones, en las que hemos penetrado en días pasados. Por la tarde descendemos de Oruro a Cochabamba, 2600 msnm, en un valle de suave clima. El tráfico es cada vez más denso e infernal, autocares y camiones a velocidades de vértigo por las crestas montañosas, un camión sin luces haciendo auténticas “eses” en la congestionada entrada a la ciudad, etc. Llegamos al hotel y devolvemos los vehículos, se acabó nuestro periplo 4x4. A partir de aquí nos esperan tres días de relax en el río Mamoré, en plena selva amazónica.
El vuelo a Trinidad, capital de la provincia amazónica del Beni, lindante con Brasil, sale muy temprano en un pequeño bimotor de hélice prácticamente sólo para nosotros, no tenía más capacidad. El avión tuvo que dar unas vueltecitas al valle para coger carrerilla y poder así sortear las sierras que amurallan el valle de Cochabamba. Tras un agradable vuelo, estábamos todos muy dormidos, aterrizamos en el pequeño aeropuerto de Trinidad, enclavado en medio de un gran manto verde. El cambio fue brutal, clima, altura, colorido, paisaje, todo era opuesto al lugar de donde veníamos, otro mundo.
Partimos inmediatamente e un transfer a Puerto Varador (16 km al oeste) en donde embarcamos en una barcaza que nos iba a llevar al “Reina de Enin”, un barco fluvial tipo Mississipi pero con palas de catamarán y sin noria. Un crucero prácticamente para nosotros casi en exclusiva, habían sólo tres pasajeros más, un lujazo. Navegación aguas abajo por el río más sorprendente de Bolivia, el Mamoré (“Madre de las aguas”).
Fueron tres días de ensueño en los que nos dedicamos a bañarnos con los delfines de río, pescar pirañas y otras especies que posteriormente nos cocinaban, avistamientos de tortugas y caimanes, observación de gran variedad de aves, como batos, cuervos, manguarís, garzas, loros, caminatas por la selva, visitas a comunidades indígenas y tonificantes noches estrelladas en donde se mezclaba la música de la selva con la voz y la guitarra de nuestros anfitriones.
Finalmente, con más pena que otra cosa, regresamos a Trinidad para coger el vuelo que nos había de llevar a Santa Cruz de la Sierra, ciudad desde la que partía el vuelo de regreso a Madrid. Sin embargo, las condiciones climáticas obligaron a posponer el vuelo hasta el día siguiente por lo que tuvimos que hacer noche en Trinidad, ciudad bulliciosa donde las haya, con un marcado carácter tropical. Por la noche la gente no se retira a sus hogares, todo lo contrario, se montan en sus flamantes carros y se dedican a exhibirse en un ruidoso carrusel alrededor de las principales plazas.
A primera hora de la mañana, esta vez sí, cogimos el vuelo a Santa Cruz, la capital económica de Bolivia, que apenas tuvimos tiempo de visitar dada la proximidad del vuelo de regreso a casa.
Hasta pronto, Bolivia. Nos has colmado de sensaciones.
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